martes, 22 de enero de 2013

Eme

No la conocía. O al menos yo no sabía que la conocía. Pero allí estaba, con sus ojos grandes y eléctricos, disparando fuegos artificiales en cada parpadeo, con su media sonrisa sincera que cambiaba el color de las cosas. Incluso en aquel lugar que no era el mejor para abrazar a la vida, aquel lugar que separaba lo imposible de lo más humano, de lo que duele al respirar.

Compartimos un par de latas de cerveza, y era como si el tiempo hubiera querido despertarnos a nosotros y paralizar lo demás. Ella estaba llena de libertad y ganas de saltar precipicios. Me confesó que aún fumaba a escondidas y que después de verano empezaría a estudiar en la facultad de los sueños. Su acento al hablar arrastraba ciudades y no había más democracia que su forma de andar.

En su pelo largo, que caía sobre sus hombros como nieve en la hierba, se enredaban canciones de Pereza y desfiles de príncipes azules, y en sus piernas, que eran autopistas de peaje, rimaban la ternura y el deseo.

Era la Rock Star de su pandilla, la estrella que brillaba en los bares, la que levantaba del pupitre a los chicos de clase, pero también la que leía debajo del edredón y tocaba la guitarra bajito una noche cualquiera, mientras la luna perdía los papeles y las sirenas de las ambulancias sonaban de fondo en algún lugar de la ciudad.

Se desencadenaron las conversaciones y sus manos relataban botellones y fiestas, carnavales de alcohol, playas vacias de arena fina y olas que duelen. Las mías hablaban de noches pintadas, de atardeceres en Brighton y Rock & Roll de verdad.

Fue fugaz como un disparo, pero fue suficiente para salvar un verano que se perdía entre aeropuertos y libros usados. Prometimos volver a vernos, y se separaron nuestros caminos con la misma facilidad con la que se juntaron. La vi alejarse, la chica con nombre de canción, desde mis Ray Ban aviador. Luego el sol se fue apagando lentamente, otro día más, como se apagan las luces cuando se acaba el baile en la fiesta de final de curso. No la he vuelto a ver.

Madrid, un poco jaula a veces, espera con ansia a que pase el invierno, a que se derrita la escarcha y vuelva el olor a rosas en el Parque del Oeste. A que se publique el nuevo disco de Quique González y las chicas salgan a pasear con camisetas de tirantes por las calles. A que se abran las terrazas y pegue el sol en la cara mientras brindo con los buenos amigos en la Plaza de Tirso de Molina. A las noches sabineras y a las de veneno compartido. A que Eme se deje caer por aquí, otra vez...